viernes, 17 de diciembre de 2010

Ciudad de Huesos - Michael Conelly

La anciana se había pensado mejor lo de morirse, pero ya era demasiado tarde. Había hundido los dedos en la pintura y el yeso de la pared y se había roto casi todas las uñas. Después había intentado meter los dedos ensangrentados ba- jo la soga. Se había fracturado cuatro dedos de los pies al cocear las paredes. Harry Bosch se preguntó qué había ocurrido antes para que la anciana se deba- tiera de tal modo, para que mostrara un deseo de vivir tan desesperado. ¿Dónde guardaba la determinación y la voluntad y por qué la había abandonado hasta que se había colocado la soga de cable eléctrico alrededor del cuello y le había pega- do una patada a la silla? ¿Por qué se le había ocultado? No eran éstas preguntas oficiales que se plantearían en el informe de la defunción, sin embargo, eran cosas que Bosch no podía evitar pensar mientras permanecía sentado en su coche, frente a la residencia de ancianos La Edad Do- rada, en Sunset Boulevard, al este de la autovía de Hollywood. Eran las cuatro y veinte de la tarde del primer día del año, y Bosch estaba de guardia telefónica. Había transcurrido más de la mitad de la jornada y hasta el momento se habían producido dos suicidios: uno por disparo y el otro el de la ahorcada. Ambas víctimas eran mujeres y en ambos casos había señales de depresión y desespera- ción. Soledad. El día de Año Nuevo siempre era una buena fecha para los suici- dios. Mientras la mayoría de la gente recibía el año con un sentimiento de espe- ranza y renovación, había otros que lo veían como un buen día para morir, y algu- nos -como la anciana- no se daban cuenta de su error hasta que era demasiado tarde


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